Neuronas que calzan las botas de la diferencia


Permítanme que empiece poniendo sobre la mesa una afirmación que por obvia puede parecer ridícula: los jugadores de fútbol son personas.
Ya les advertí. Es una aparente memez, pero en mi opinión solo aparente.
Y resulta que con la complejidad de la apariencia nos manejamos, vivimos y en demasiadas ocasiones, la misma constituye columnas, bases que condicionan nuestras cogniciones y nuestro comportamiento. Muchas veces se utiliza de forma partidista, en otras se estira tanto y tanto que llegamos a configurar férreos filtros que adormecen la inteligencia; sí, inteligencia.
Personas, inteligencia, fútbol… ¿No les parecen términos poco acostumbrados a cohabitar en el rectángulo de juego?
Pienso que no tienen por qué serlo. De hecho, no lo son. Sobre todo bajo el prisma del observador que se implica en ver más allá de lo aparente, ya que detrás de lo aparente está lo esencial.
Si no dejamos que los focos de lo efímero nos deslumbren, tenemos la portentosa posibilidad de descubrir lo esencial al tiempo de congratularnos con ello, ya que nos conecta con la extraordinaria y no siempre bien explotada grandeza de los seres humanos: aprendizaje-emociones-conductas-cerebro.
En este caso el orden de los factores no altera el producto, pero partamos del gran desconocido, del gran olvidado como aliado, del verdadero motor que mueve el balón: el cerebro.
¿Han pensado alguna vez si los futbolistas, técnicos y directivos valoran, observan, se plantean qué hacer y cómo hacerlo en este sentido?
El jugador de fútbol es por encima de todo una persona y, por tanto, funciona como tal. El modelo de juego va a suponer una guía sobre la que un conjunto de personas se tiene que relacionar para conseguir un objetivo. Sin embargo, esto no acaba aquí. La adaptación, el cambio, la toma de decisiones constante y rápida, las interacciones, la imprevisibilidad, hacen de este juego algo grandioso, lo elevan a la categoría de producto cerebral por excelencia.
El cerebro es al fútbol lo que la mano al guante: están hechos el uno para el otro.
El cerebro posee la capacidad de la plasticidad; el fútbol es plasticidad, adaptación.
En el cerebro confluyen líneas de salida y de llegada de emociones; el fútbol son emociones.
El cerebro regula muchas de las formas de relación entre las personas; el fútbol es, en esencia, relación. De las formas en las que las mismas se manejen, el juego se desarrollará de un modo u otro.
En este sentido, detengámonos a observar unas grandes aliadas: las neuronas espejo como ejemplo de las lamentablemente desconocidas capacidades/funciones que no se contemplan en la mayoría de los casos en la formación y desarrollo del jugador de fútbol.
El magnánimo Ortega y Gasset ya lo vislumbró: “El hombre aparece en la sociabilidad como el Otro, alternando con el Uno, como el reciprocante”. En la actualidad, el avance de la neurociencia ha puesto en escena a las neuronas espejo y ello ha supuesto la puesta de largo, la cuadratura del círculo a la ecuaciónUno, Otro y Nosotros.
Los jugadores de fútbol, entre otras cosas, construyen modelos mentales complejos repletos de interacciones, y con esa herramienta pueden y deben predecir al tiempo que gestionar conductas propias, de compañeros y de rivales. Todo ello constituye en sí un aprendizaje que implica como primer paso observar desde el punto de vista de otra persona. La imitación como aprendizaje y el ulterior desarrollo de la capacidad de adoptar el punto de vista de otro, lo que denominamos empatía, conforma la principal función de las neuronas espejo.
Gracias a ellas, sentimos lo que sienten otros; gracias a ellas imitamos y también gracias a ellas sentimos la cercanía emocional con el aparente triunfador: el que marca gol. El gol representa el éxito ya que, como sabemos, no gana el que mejor juega, sino el que más goles marca. Esa potente conexión empática nos acerca con tanta fuerza no solo por lo más que evidente atractivo del goleador, sino porque el clásico goleador convive constantemente con la presión en forma de miedo al fallo. Otra razón de peso para la empatía. Puntual éxito, búsqueda del mismo y evitación del fracaso: la vida misma. De ahí que todos quieran ser Messi o Cristiano (con perdón por la comparaciones, ya que las diferencias, cuestiones cuantitativas aparte, son las que son, tantas como opiniones y estilos). Ambos representan la exaltación máxima de lo que en apariencia se persigue.
Pero el fútbol es más, mucho más que el gol, que la apariencia. El gol es el fin o el principio o la excusa. Llámenme ilusa, utópica o idealista pero yo prefiero referirme al gol como algo necesario. Pero hay más.
Y ese más es el cerebro, ya que es el que marca las diferencias y no otros parámetros físicos, importantes, por supuesto, pero no diferenciadores.
Me pregunto (llámenme requeteilusa, requeteutópica o requeteidealista ) cuándo se premiará a los que destacan por utilizar más y mejor la herramienta que marca la diferencia. ¿Por qué no premiar a los que triunfan y no solo a los que ganan? Si el modelo de juego es el tapiz sobre el que los jugadores interactúan, enseñemos, mostremos al mundo el engranaje que mueve la maquinaria, estimulemos cortezas cerebrales, neuronas espejo, utilicemos mapas mentales que nos ayuden cual brújula en el entramado del modelo de juego, estimulemos la atención dividida, enseñemos a observar, mejoremos la propiocepción, seamos realistas y nos sentiremos ¿ganadores? Triunfadores es probable. Más felices, sin duda.
Por tanto, cuando hablamos de fútbol, hablamos de cerebros en interacción, cuestión antagónica a la mera reproducción, falacia del entrenador demostrador, preso de su incoherencia que planea cual espectro a lo largo y ancho del entrenamiento semanal, fácilmente disimulable cuando de entrenar y no de demostrar se trata (gran error). Pero cuando los focos deslumbran en la retina, el espectro se torna en una presencia potente, física, demoledora y los cerebros presos de una falsa interacción son decapitados por el hacha del miedo, de la ceguera de la sinrazón. ¿Somos como jugamos? ¿Jugamos como somos? ¿Nos encomendamos a la suerte, a la testosterona o al talentoso de turno?
¿Y qué tal si dirigimos nuestros recursos naturales de un modo inteligente?
Cuando aparecen en el escenario jugadores como Iniesta, Xavi u Özil, la orquesta toca la melodía precisa y preciosa (modelo de juego) y las notas (neuronas) llenan de sentido el verbo, el fondo y las formas. Ciñámonos el esmoquin y ajustemos nuestra pajarita, tomemos de la cintura a la señora improvisación, mantengamos fija y potente la mirada y hagamos que caiga rendida a nuestro compás, de modo que se deje llevar por nuestro movimiento, y nuestras aparentes compartidas decisiones.
Perdónenme, pues, la insistencia: inteligencia y fútbol son, le pese a quien le pese, un binomio indestructible. ¿Por qué? Porque supone adaptación en estado puro. Por tanto, ¿por qué no entrenar la observación, las capacidades que nos permiten las neuronas espejo, la maravillosa reciprocidad adquirida en el juego? Desaprovechar la naturalidad, la esencia y las propiedades inherentes a nuestro cerebro es un ejemplo de incoherencia superlativa. Nadie pierde, todos ganan. ¿Entonces?
Piense el lector qué sería del técnico demostrador. Piense el lector la inversión en calidad, longitudinalmente en el tiempo, que ha de hacer un club, piense el lector en los habitantes del planeta fútbol poseídos por delirios megalómanos que retroalimentan los bufones del anfiteatro y son la carnaza de los leones que curiosamente van a morder su propia mano cuando menos se lo esperen. Que, dicho sea de paso, ni son tantos ni tan fieras como parecen, pero que curiosamente hacen mucho ruido.
No me cabe la menor duda de que algunos clubes gestionan estas cuestiones de forma excelente, pero sería conveniente cambiar el pronombre indefinido.
Pensemos, sin ironías en esa ocasión, en todas las personas que se relacionan en torno al fútbol como medio de vida, como apuesta de vida y/o como ilusión en su vida. Pensemos en los muchísmos niños y jóvenes que a través del fútbol sueñan, se ejercitan, se relacionan y pueden aprender a ser mejores personas gracias a los valores sobre los que pivota el juego colectivo. Observemos el ejercicio de egoísmo o de generosidad tan mayúsculo que se da en cada pase, en cada interacción. Observemos cómo pueden crecer ante la frustración, ante la disciplina, ante la coherencia, ante el manejo de la presión y del miedo.
Porque no siempre se gana, ni siempre se es portada, porque no siempre se goza.
Pero siempre somos personas y desde la base hasta a la élite, inmunerables caras y sentimientos se agolpan para representar la capacidad de aprendizaje, la dificultad que entraña la coherencia y la grandeza de quienes se calzan las botas de los sueños, las que marcan goles.
Esas botas imposibles, deseadas y perseguidas y que solo nuestro cerebro nos conecta con ellas de forma segura; las botas que marcan algo más que goles: las que marcan la diferencia.
* Rosa Mª Coba Sánchez es licenciada en Psicología. Coautora junto con Fran Cervera Villena (preparador físico y readaptador) del libro “El Jugador es lo Importante: la complejidad del ser hunano como verdadera base del juego”.

Tomado de: http://www.martiperarnau.com/

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